31 d’agost, 2010

Amaya se va a Huesca

-Mis colegas van del palo coca, ¿te apetece?
-Que va, paso...una vez la probé, pero me pareció demasiado goloso.
-Ok, pues subo a su casa un momento, tengo que pillar unas cosas, ¿me acompañas?
-Sí, sí.
-Si queréis, ya podéis entrar a esta habitación.
Se miran, se tumban en la cama y se desnudan.
-Ponte la pañoleta, cariño, que soy muy fetichista.
Él le empieza a comer el coño.
-¿Te gusta que te coman el culito, cariño?
-Hombre, no es lo que más me mola, la verdad...
-¿No? Y las tetitas?-A él le encantaba usar diminutivos.-
-Mmm...qué cuerpecito, cariño.
Suena un móvil. Ella está tumbada boca arriba. Él se le sienta encima, en sus pechos. Se empieza a hacer una paja.
-Tranquila, cariño, que te aviso cuando tengas que abrir la boca.
-¿Perdona? No, no...
-¿No? Y en las tetitas?
-Que no!!
-¿Prefieres en la tripita-Putos diminutivos-
-Sal, quíta de aquí, coño!
-Pero Soraya, qué te pasa?
-Soraya? So-ra-ya?? Qué coño te pasa? Soy Amaya!!
-Pero cariño, que pasa? Te has rallado porque te han llamado? Es algo que he hecho yo?
-No es algo que hayas hecho tú. Eres tú, que me das asco.

20 d’agost, 2010

Así, desde entonces

Sonaba esa canción de Angus & Julia Stone.
Se descubrieron cantándola a la vez.
Desde entonces se miran cada mañana a los ojos.
Se observan discretamente desde su respectivo lado de la cama.
Se quieren, y hacen el amor a diario.
Discuten de vez en cuando.
Y el 14 de cada mes vuelven a cantar.

16 d’agost, 2010

Ahora sí

Sabía que era un asesino desde que se casaron. De hecho lo sabía desde que le conoció. A Moritz no le gustaba mentir, y menos aún a las mujeres de nariz respingona. Decía que olían las mentiras a quilómetros de distancia. Así que la noche en que se conocieron se lo soltó sin más.

-Soy un asesino.
-¿Cómo?
-La gente se piensa que soy un monstruo, pero no lo hago por odio, o por rabia, o porque mis padres me abandonaran. Lo hago porque en el asesinato hay cierta belleza. Hay unos instantes de complicidad con tu víctima que hacen de ese acto uno de los más bellos que pueda cometer alguien.

Y ella le besó. De alguna manera sabía que él nunca le haría daño. Él nunca temió que ella le denunciara, y ella nunca le tuvo miedo. Así vivían, respetándose el uno al otro.

Él tenía una curiosa manera de elegir a sus víctimas, y entre el día en que las elegía y el día en que acababa con sus vidas, pasaban algunas semanas. Pero siempre, siempre, colgaba una foto en su despacho. Les hacía lo que él llamaba "el último homenaje", y de ésta manera también evitaba que Olivia empezara algun tipo de relación con ellas, por eso de mantenerse al margen, y de poder responder con un "no" rotundo a la pregunta de los policías: "¿Conocía Vd. a la víctima?"

Esa mañana Olivia vio su foto en el altar. Ella era ahora la homenajeada. Lejos de escaparse, o de llamar a la policía, asumió su responsabilidad y decidió seguir adelante con esa información. Al fin y al cabo un asesino es un asesino, y matarla a ella era la culminación de su obra.

-¡Cuánta belleza junta!, se dijo ella.

03 d’agost, 2010

Desde el balcón

Tenía 7 años cuando ocurrió. Era pequeño, pero muy listo. Mi abuelo siempre me llamaba "Joe el astuto" y presumía de nieto con sus amigos.
Solía dibujar cosas irreales; tenía una imaginación de espanto, y las profesoras siempre se asustaban al ver que en mis dibujos no aparecían ni papá y mamá, ni mi perro, ni mis abuelos, ni siquiera yo. En mis dibujos aparecían nubes que se transformaban en cestos llenos de fruta, pompas de jabón que vivían en rosales, moscas con ojos de pez, y peces con cola de guepardo.
Un día, en mis dibujos, empezó a aparecer ella. Desde que la ví.
Tengo muy buena memoria, así que recuerdo ese día como si fuera ayer. 14 de mayo de 1957. En el barrio se rumoreaba que había venido a vivir una chica nueva, rubia, con ojos marrones y piel tostada como la cerveza. Yo salí al balcón, como todas las mañanas, para ver qué tiempo hacía, y ella estaba fumando un cigarro en la terraza que quedaba delante de mi bloque, un piso por debajo. Llevaba todavía el camisón con el que (supongo) había dormido. Dejó el cigarrillo en el cenicero y entró para dentro. Salió a los pocos segundos con un pintauñas de color rojo. Fumó un par de caladas, se sentó y expulsó el humo con la boca entreabierta, sin apretar los labios, como dejándolo salir con suavidad. Se sentó y puso una silla delante suyo. Apoyó un pie en ella y se reclinó. Yo tenía una magnífica vista de su escote. Ahora entendía a mi padre cuando hablaba de pechos como melones. El camisón retrocedió a nivel del muslo, y dejó entrever un poco más de esa piel tostada, aterciopelada. Ella pintaba sus uñas con una delicadeza quebradiza.
Aguanté la respiración tanto como pude, por miedo a que mi suspiro le desvelara mi presencia.
Ese día, allí, supe que me había enamorado por primera vez, y a día de hoy, a mis 60 años, nunca más he vuelto a tener esa sensación.